El escritor que se adentra en los laberintos de tres mentes paranoicas
–Y no me interesó nada más del mundo, salvo la escritura como tal y la lectura como tal –dice ...
–Y no me interesó nada más del mundo, salvo la escritura como tal y la lectura como tal –dice Daniel Guebel.
Hace un momento calentó un té oscuro, casi café. El fotógrafo de LA NACION –con quien intercambió unas palabras sin tutearse– acaba de retirarse y mientras Guebel vierte el té, retoma el hilo de lo que estaba contando: nació en 1956 y apenas aprendió a leer, decidió ser escritor. Aclara que solamente leía ficción, que era apenas un niño, que toda la botánica y toda la geografía que podía aprender con las novelas de Julio Verne o de cualquier otro gran autor no eran más que un decorado para la aventura. Que eso era lo que él quería: emociones fuertes.
Ese momento epifánico en el que su mente de niño se convence de que será un autor suele estar en las respuestas de Daniel Guebel. Lo ha recordado en varias entrevistas y, a decir verdad, es una anécdota con la que obtiene un combustible que no hay en su origen familiar, porque Guebel fue criado en una casa judía de clase media trabajadora, en el centro de la localidad de San Martín, con ancestros que no eran intelectuales sino hacheros de la colonia Dora de Santiago del Estero –como su abuelo– o técnicos expertos en reparación de heladeras –como su padre–.
Pero Guebel se ha hecho a sí mismo: más que un elegido es un hombre constante, un narrador voraz que nunca puso en duda aquella decisión infantil, sabia y temprana.
Eso queda demostrado en la biografía de la solapa de Paranoia, su nueva novela. En este libro Guebel cuenta la historia de tres personajes que se enredan entre cuestiones familiares, experimentos genéticos, persecuciones judiciales y altas dosis de mentiras, secretos y conspiraciones. “¿Hay algo más creativo que una mente paranoica?”, escribe.
La biografía de la solapa de Paranoia menciona novelas, cuentos, teatro. Es una larga lista que incluye títulos como Arnulfo o los infortunios de un príncipe, La perla del emperador y El absoluto, con un agregado de seis premios importantes. Aunque el Konex de Platino que Guebel recibió en la categoría Novela para el período 2018-2020 no está referido, la estatuilla plateada llama la atención aquí, en la enorme biblioteca de una habitación de lectura. Y si uno quisiera ver la lista completa de Guebel, la solapa no sería el lugar: allí el espacio es breve y no caben todos los libros que firmó Guebel porque son demasiados. Paranoia –publicado por Interzona– es el número treintaypico. Más o menos, uno por año. La decisión de aquel niño hoy está reflejada en miles de páginas.
–Suele contar eso de que cuando aprendió a leer quiso ser escritor. ¿Es verdad o es un...?
–Es verdad, absolutamente –responde antes de que la pregunta esté formulada–. No es un mito de origen.
–¿Pero por qué un niño de cinco años querría ser escritor?
–Primero, por una gran facilidad. Fue algo que parecía natural. El primer día de clases, en primero inferior, me sentaron al lado de un compañerito que no tenía padres, que era criado por las tías. Era pobre, estaba mal alimentado, ya había repetido primer grado. A los seis meses, cuando aprendimos las primeras letras, la maestra me dijo: “Vos le vas a enseñar a leer a él”. Eso fue lo único que aprendí sin conflicto: a leer y escribir. A reconocer vocales y consonantes, armar sílabas, construir palabras…
Con la taza de té en la mano, Guebel continúa hablando. Es un hombre alto, sólido, talle XL o quizás XXL. Vive solo en una casa espaciosa, antigua pero reciclada, en el barrio de Núñez. Tiene una habitación de lectura colmada de novelas; sobresalen los tomos de literatura clásica (Stendhal, etcétera) que le dejó su tío antes de irse a vivir a los Estados Unidos y con los cuales Guebel aprendió una parte de su oficio. Los ensayos y los libros “noficticios” están en un cuartito subiendo las escaleras. Guebel lee casi todo lo que publica la gente de su generación: Alan Pauls, Sergio Bizzio, Martín Caparrós; los fallecidos Charlie Feiling y Luis Chitarroni; y algunos pocos otros. No sabe cuáles son las nuevas modas. No va a comprar libros. No pierde el tiempo.
En la casa también hay una bicicleta fija, una foto de la hija de Guebel en tiempos escolares (hace muchos años), una gata gris que va y viene y una mesita de luz sobrecargada en la habitación: los ejemplares de Ensayos selectos, de Montaigne; y Farsas y ensayos, de Ango Sakaguchi, están entre otros 30 o 40 libros. Se nota que el hombre que habita esta casa vive por y para escribir, y sus colegas lo han señalado: “Daniel Guebel es el mejor novelista de su –mi– generación”, anotó Luis Chitarroni, y para Alan Pauls, “… el capital de narrar es lo único que tiene…” y su amplitud de registro va de la invención al documentalismo autobiográfico.
–… y a mí no me interesa nada o casi nada el rock –sigue hablando Guebel–, pero en mi adolescencia leía la revista Pelo y recuerdo una entrevista a Jimmy Page, el guitarrista de Led Zeppelin. Page decía que se habían propuesto ser una banda que disco a disco pareciera una banda nueva. Eso fue para mí una especie de programa.
Explica entonces que su primera novela (Arnulfo o los infortunios de un príncipe) no anticipaba nada de la segunda (La perla del emperador), y que ésta no anticipaba nada de la tercera, y así… Pero con el correr del tiempo y con la sucesión de los libros, aparecieron asuntos que a él le interesaban, y decidió volver a ellos. Dice que su novela Nina es una reescritura de su novela Matilde, y su novela El perseguido es una intensificación de su libro anterior El terrorista.
–Su nueva novela, Paranoia, ¿está en serie con otras?
–Dejo ese asunto en manos de los lectores.
–¿No se podría decir que efectivamente hace serie (teniendo en cuenta que en Paranoia hay referencias a la cultura china y que en otros libros suyos también apareció la cultura del Lejano Oriente)?
–Lo oriental… Yo escribí Un crimen japonés, pero esa es una novela que transcurre en Japón en el siglo XIV, durante las guerras feudales, como una especie de Kurosawa argentino que adapta Hamlet al ambiente nipón. Paranoia incorpora a China de otra manera. Además, a diferencia de muchos de mis libros, ésta es una novela que toma lo contemporáneo cuando ya está un poco obsoleto. Es decir, en Paranoia la gente todavía habla por teléfono de línea, mientras que ahora ni siquiera se habla por el celular, sino que se mandan mensajes de texto o de audio. Paranoia transcurre en un período que oscila entre algunas consecuencias de la década del setenta, desde el fin del maoísmo, hasta el tiempo presente.
–Su madre practicaba ikebana y Alan Pauls escribió sobre el “orientalismo guebeliano” que aparece en la obra suya. ¿De dónde viene su interés por el Lejano Oriente?
–A mis tres años nació mi hermana y yo entré en huelga de hambre. Entonces vino un médico y dijo: “A este chico denle una cucharada de miel un día, dos cucharadas de miel al segundo día, tres cucharadas de miel al tercer día, y van a ver cómo vuelve a comer”. No sé qué pasó, pero vino mi abuela y dijo: “¿¡Qué!?”. Entonces me hizo una sopa en un plato térmico. El plato, que debía ser de porcelana, tenía grabada una japonesita con un sombrerito y una sombrillita y un japonés que la saludaba o algo. Entonces yo vi eso y empecé a comer el plato de sopa para descubrir el dibujito. Ese es el relato inicial. Tal vez solo era hambre. Pero en mi recuerdo yo buscaba la escena oculta.
Guebel explica, además, que el ikebana se hace con ramas intervenidas por alambres que se introducen en su interior y luego se clavan en un pincho. “Combinación de belleza y tortura”, dice, “Oriente, exotismo”. Repite que se arrancan ramas y se hiere la naturaleza viva para construir un artificio elegante. Le parecía algo casi perverso y a la vez no podía evitar rendirse ante esa fascinación. Así fue como Oriente entró en su vida.
–¿Paranoia aparece ahora porque es un libro de esta época, un libro que refleja la subjetividad de un mundo polarizado?
–Alguien me dijo que anticipa el mundo demente y paranoico de los libertarios. Puede ser, pero yo tampoco lo afirmaría. No es que el presente no me interese, al contrario. Solo que mi modo de abordarlo es alejarme, echar una mirada desde una extraterritorialidad. Así como la guerrilla maoísta iba del campo a la ciudad, yo tomo asuntos distantes y voy entrando en ellos a la vez que los voy socavando con incrustaciones de la lengua argentina, nacionalizando la extrañeza. Por supuesto, los modismos que uso son propios de mi generación y de generaciones anteriores, cruza de tangos, refranes, de habla popular dentro de una “lengua internacional”. No accedí, por lo menos por ahora, a la neolengua de los raperos, traperos.
Un día quiso reescribir la letra de “L-Gante RKT”, un hit del astro del trap. Le resultó indescifrable. Además, como L-Gante silabea rápido, Guebel no llegó ni siquiera a distinguir las palabras.
–El margen inventa su propio lunfardo y después se vuelve lengua oficial –dice–. Bueno, yo hago ese trabajo dentro de una lengua más literaria, si queremos. Lo mío sería como falso latín, y lo de L-Gante el castellano o el italiano del presente-futuro.
–¿Cómo surgió esta novela, Paranoia?
–¿El momento inicial? Borrado. Solo me acuerdo de su lento despliegue, de la expansión de un pequeño relato a una novela breve dividida en tres habladores, que se van enroscando en versiones de historias que no terminan de confirmarse, en estados de sospecha.
–Tiene varios proyectos corriendo en paralelo, me imagino.
–No, no, yo escribo de a un libro por vez. Es más, me gustaría tener varios a la vez. Por ejemplo, Fresán, que es de mi generación o un poquito menor, puede tener varios proyectos a la vez, y eso me parece admirable y envidiable. Becerra también. Son autores muy distintos entre sí, y también muy expansivos.
–¿Y qué tiene que tener una historia para que usted quiera escribirla?
–La apertura de nuevas fronteras. Que un mundo se vuelva posible. Y que presente dificultades. Si de antemano no sé nada sobre el asunto, mejor. Yo me siento a escribir y, si me hace falta, voy leyendo acerca de lo que necesito. Entonces el azar del saber que se va acumulando forma parte del hacer, modifica rumbos, crea cauces.
Desde hace más de dos décadas, lo único que Daniel Guebel lee (o casi lo único) son libros referidos a los asuntos que está tocando en sus novelas mientras las escribe. Le gusta pensar que se ha convertido en un escritor documentalista. Hasta los 45 años fue otra cosa. Algo más esperable: un escritor que leía libros de ficción. Pero desde que empezó a escribir su gran obra, El absoluto, es un escritor que lee ensayo, divulgación, información variada o cualquier cosa que le sirva para dar forma a las combinaciones que arma. Dice que siempre fue cambalachero. Sabe, además, que toda esta exploración basada en su propia producción es en realidad una manera de recuperar todo lo que no le enseñaron en el colegio.
–No aprendí nada, no estudié nada. Solo quería leer literatura –dice–. Entonces es como si ahora estuviera estudiando, tardíamente, y enseñándome a mí mismo, reponiendo los saberes omitidos para aplicarlos en mayor o menor medida a los libros que escribo.
En aquellos años escolares en los que solo quería leer y no le importaba nada más, pocos lo apoyaron. Pero Ray Bradbury hizo algo más: quizás nunca lo supo, pero definitivamente le salvó la vida a Daniel Guebel.
–En el ingreso de la adolescencia todo cambia y yo quise seguir aferrándome a los placeres de la infancia. Fue por la falta de aceptación de la pérdida: yo no me resignaba a la pérdida del esplendor de los libros que durante un tiempo eran todo y cuyo fulgor empezaba a desvanecerse. Dicho de otro modo, en mi infancia me alimentaba leyendo a Salgari, a Julio Verne, a todos los escritores de la colección de tapa amarilla de la colección Robin Hood. Pero en algún momento esas, las lecturas infantiles, se agotaron, y ¿cómo se hace el puente, el pasaje a nuevas dimensiones de lectura? Así que en el comienzo de la adolescencia yo estaba deprimido. No tenía nada nuevo que leer. No hablaba con nadie. Me mandaron a un psiquiatra. Y él tenía libros de Bradbury en su consultorio. Me acostumbré a llegar un rato antes de la sesión para leerlos. Eran dichosos mundos de la imaginación, de la especulación y la melancolía. Y esos libros fueron mi vía de acceso, los fantasmas de lo nuevo. Con Bradbury pasé a la literatura para adultos... Mi gran formación va de los quince a los veintipico de años, ahí hice las lecturas que me marcaron.
–Después de tantas novelas, ¿sigue queriendo escribir más libros?
–Si pudiera escribir todo el tiempo, sin parar, todo lo que me dé la energía, bienvenido.
Ese niño que quiso ser escritor tenía dos objetivos en mente: libertad y soberanía (así los define Daniel Guebel). Con esa libertad, con esa soberanía y con esa nueva habilidad lectora, el niño podía contar cuentos o historias, o contárselos a sí mismo. Todo iba muy bien en ese sentido, pero a medida que celebraba cumpleaños y crecía, entendía que ser escritor no tenía una correlación especial con ganar mucho dinero. El futuro era incierto. Guebel dice que había una prefiguración de destino, pero no una garantía.
–¿Y si esperaba durante años y años y terminaba siendo un escritor de horrible? –sigue–. Peor aún, ¿y si lo soy y nadie me lo dice, por delicadeza? Nunca se sabe. Esta entrevista no disipa ese temor.
–Pero esa voluntad tan entusiasta de escribir, ¿alguna vez se rozó o chocó con otras cosas de la vida cotidiana?
–La realidad es en sí misma un obstáculo, pero nunca nadie ni nada interfirió de manera permanente. Lo que en todo caso puede aparecer es la molestia frente a cierta sustracción, a un estado eventual de andar medio en babia… Entonces, si estoy acompañado y la situación no termina de resultarme particularmente interesante, o sea, si la conversación no me interesa o no me interesa lo que yo le estoy diciendo porque forma parte de una conversación cotidiana, hay algo del motor literario que sigue funcionando y que me lleva a pensar en cosas relacionadas con lo que estoy escribiendo. Eso podría generar como reacción: “¡No me das bola, no me escuchás, no me querés!”. Pero todas mis parejas fueron muy respetuosas, ¡incluso las insoportables! Lo raro es que solo una vez estuve en pareja con una escritora.
–¿Esa mujer era buena escribiendo?
–¡Claro! Poeta. Su obra, un salpicado de pequeñas joyas. Me gustaría haber escrito poesía, saber escribirla y leerla bien, porque en los escritores que al menos pasaron por la poesía percibo una percepción más afinada del valor de cada palabra, de la que el mero prosista a veces carece.
En 2015, la editorial Beatriz Viterbo publicó Todos los mundos posibles: Una geografía de Daniel Guebel, una antología de ensayos críticos en torno a su obra compilada por Brigitte Adriaensen y por Gonzalo Maier. Entre los colaboradores están Alan Pauls, Luis Chitarroni, Martín Kohan, Héctor Libertella, Juan José Becerra, César Aira y otros. Es un libro que pone a Guebel en un Partenón. Michel Lafon firma una entrevista y allí Guebel dice: “Mi biblioteca fue en un comienzo la calle y la escritura tendía a lo barrial”. Alguna vez dijo, además, que escribía para reorganizar el caos de la propia biblioteca. Pero a decir verdad su biblioteca no parece demasiado caótica.
–Lo dije en el sentido de que cada libro que uno escribe va estableciendo relaciones con otros libros que uno leyó a lo largo del tiempo, son como relaciones visibles o caminitos secretos –explica–. Hay libros que uno olvida por años y que en el momento de escribir se vuelven fundamentales, te dicen algo que necesitás, te evocan algo, marcan un tono… En cuanto al orden material, físico, hace dos años se cayó la mitad del techo del living: cielorraso y ladrillos de cinco kilos. Me salvé raspando. Para poner mi casa en obra tuve que guardar los libros en cajas y los guardaba sin ton ni son, de pura bronca. Cuando los fui a guardar de nuevo, me di cuenta de que era incapaz de ordenar la biblioteca. Entonces me ayudó un lector y librero refinadísimo, Maximiliano Tononi, que dispuso todo con el mejor de los criterios.
–¿Y cuál es su área favorita de la biblioteca?
–Lo que voy leyendo, en realidad podría decir “consultando”, siempre se relaciona con el asunto que me va interesando. Ahora, en el último año, o año y medio, tuve un rebrote de interés por el nazismo. Entonces leía cualquier cosa que encontrara al respecto. Debo haber comprado cien libros sobre el tema, aunque, claro, no se compara con los 12.000 ejemplares de una biblioteca de Heinrich Himmler sobre ocultismo.
–En la introducción de Todos los mundos posibles, Brigitte Adriaensen y Gonzalo Maier escriben que “… tal vez no haya una actitud que se ajuste más a la ética literaria de Guebel que esa incomodidad que invita a reformular una y otra vez su relación con el mercado, las editoriales, los temas de sus novelas y la misma literatura”. ¿Cómo es entonces su relación con el mercado editorial?
–Indiferencia mutua. Mis libros casi no forman parte de mi economía.
–¿Incluso habiendo publicado más de 30 libros?
–No, ni por extensión ni por venta de un nuevo libro. Una vez, Luis Chitarroni, cuando era editor en Sudamericana, humorísticamente me dijo: “Vos sos el autor que más vende de los que menos venden”. Bueno, hay que ver si eso era cierto, o un acto de generosidad: un consuelo de Luis. Soy un autor al que las editoriales pueden publicar porque saben que van a ganar poco o nada, y si pierden tampoco es para tirarse un tiro en las partes. En mis inicios, si veía que iban a editar algo nuevo de Isabel Allende, Ángeles Mastretta o García Márquez, ahí yo les llevaba un libro porque sabía que iban a estar “dulces”.
“Ahora hay un fenómeno nuevo, bueno, ya no tan nuevo tampoco, se da algo que vuelve a darse: el 75% de los compradores son mujeres. Y ahora es visible que las mujeres compran libros de mujeres, escritos por mujeres. No necesariamente la temática es lo que se llama “literatura femenina”. Porque ni Mariana Enríquez ni Claudia Piñeiro, ni Marina Yuszczuk, ni Samanta Schweblin, ni Marina Closs, ni… tantas otras, escriben desde esa perspectiva. Y cuando leo libros escritos por mujeres, veo que muchas de ellas son buenísimas, más allá del fenómeno del mercado. Veo cosas nuevas, emergencias, modos que comienzan a ser articulados".
–¿Qué quedará de esa oleada?
–No sé. Si apenas puedo darme respuestas provisorias acerca de lo que hago. Aunque mi hija no lo crea y me reproche no hacerle caso nunca, estoy muy atento a lo que ella opina acerca de lo que yo digo, cómo lo digo y a qué le presto atención y a qué no. Y a partir de ese diálogo me hago preguntas respecto de cuáles son los lugares de enunciación de mis propios textos. ¿Cómo y desde donde narro? ¿De qué supuestos parto? ¿Cuál es, en mi narración, el lugar de las ideologías como visión del mundo? Un ejemplo: admiro mucho al Saer de una novela como El entenado, pero detesto al de Glosa, con sus sobreentendidos irónicos, sus guiños a un lector universitario cómplice, el intelectual rosarino que se burla o habla de un tercero excluido, lo “fusila” desde una posición que a mí me parece heredada del peor Cortázar, el canchero.
"Yo tengo una especie de moral de la escritura, casi diría que sacerdotal, que seguramente no soy capaz de llevar a cabo. Esa moral propone un sacrificio del autor al objeto de la narración, ninguna intromisión suya o de sus interpósitos personajes o de sus narradores para quedar como piola, inteligente o cómplice del lector. Pobre Sarlo, entronizó a un autor que venía bien, y vaya uno a saber si no lo arruinó… Yo creo que eso que debe ser narrado, debe aparecer por derecho propio. Pero bueno, luego de esta especie de disquisición, en algún momento empecé a preguntarme si yo mismo no pecaba de aquello que repudiaba, empecé a preguntarme por los lugares que ocupan los personajes dentro de mis ficciones. ¿Cumplo con mis elevadísimos propósitos o la pifio como cualquier gil?“.
Quizás la respuesta esté en alguno de los cuatro libros que se han acumulado en la computadora de Daniel Guebel, y que están a la espera de la publicación: la historia de una rama de su familia, un libro de cuentos fantásticos kafkiano-borgiano-lovecraftianos; uno anotaciones, fraseos, sentencias absurdas y cuentos breves; y otro, que está corrigiendo ahora. Esa respuesta, seguramente, no mostrara una equivocación.